viernes, 17 de marzo de 2017

UNA CIENTÍFICA CUENTA SU HISTORIA DE AMOR CON LA CIENCIA

(Anne) Hope Jahren, geobióloga, considerada por la revista Popular Science  uno de sus “10 científicos brillantes” y por la revista Time, en 2016, una de las “100 personas más influyentes”, publica a sus 47 años su primer libro,  “una fusión literaria de memoria y escritura científica”, “una memoria personal y un canto de alegría al mundo natural”- según comentarios de sus críticos.


En inglés, su título fue, en 2016, “Lab Girl”, “Chica de laboratorio”, pero en castellano lo han traducido como La memoria secreta de las hojas (primera edición, en Paidós, en febrero de 2017).

Tras leer las primeras páginas, podría haberse subtitulado: “La ciencia que yo quiero transmitir”. Como “todavía no hay ninguna revista científica en la que yo pueda publicar el relato de cómo se hace mi ciencia a partir del trabajo conjunto del corazón y las manos”, ha tenido que ponerse a la tarea y escribir su propio libro.

En su blog -que inicia en  2013-, sobre “interacciones entre mujeres y hombres y la Academia”, comenta sobre Lab Girl: “Es un libro realmente bueno o, al menos, el New York Times parece creerlo así”. “He aprendido un montón al escribir este libro…” –dice. En el capítulo de agradecimientos, añade:  “Escribir La memoria secreta de las hojas ha sido el trabajo más gozoso de mi vida”.

De científico a científico

“Formule una pregunta sobre su hoja… ¿Sabe lo que ha hecho? Se ha convertido usted en un científico…Lo primero que tiene que hacer es formular una pregunta sobre su materia de estudio”. Con este comienzo, nos convierte a tod@s en científic@s para seguirle en su apasionante viaje por su vida y su objeto de estudio: los componentes químicos en las plantas.

Su madre y el jardín

A su madre, le dedica el libro y “todo lo que escribo”. En un lugar donde “había nieve en los campos nueve de cada doce meses del año – Austin, al sur del estado de Minnesota, en Estados Unidos-,…la única actividad veraniega de la que guardo recuerdo es el cuidado del jardín en compañía de mi madre”.

Su madre exigía dos cosas a su jardín: eficiencia y productividad. “Sentía predilección por las verduras robustas y autónomas como la acelga y el ruibarbo…; prefería plantar rábanos  y zanahorias porque podían atender calladamente sus propias necesidades en el interior de la tierra. Y en su jardín seleccionaba también las flores que cultivaba en función de su resistencia [peonías, lirios tigre, iris barbados]…El recuerdo más vívido que albergo  de nuestro jardín no es el de su olor, ni tampoco el de su apariencia, sino sus sonidos…en el Medio oeste se puede oír realmente cómo crecen las plantas…”.

Su madre no pudo acceder a una beca universitaria para estudiar ciencias en los años 50. A cambio, cuando sus cuatro hijos están criados, estudia a distancia literatura inglesa. “Trabajábamos juntas los textos de Chaucer y, para ayudar a mi madre, aprendí a buscar palabras en un diccionario de inglés medieval”.

Al conseguir ella misma (Hope) una beca en la Universidad de Minesota, se decanta por la literatura en un primer momento, pero “no tardé en descubrir que en realidad yo estaba hecha para la ciencia…; en las clases de ciencia nos dedicábamos  a hacer cosas…Trabajábamos con las manos y, prácticamente cada día, obteníamos algún resultado tangible…En las clases de ciencias nos ocupábamos de problemas sociales de la actualidad…La ciencia me aportaba lo que más necesitaba: un hogar”.

Científica por instinto

“Nunca había oído contar historias sobre mujeres científicas, nunca llegué a conocer a ninguna y tampoco vi nunca a ninguna por televisión [ella, nacida un 27 de septiembre de 1969, a finales de los años 60…]”.

Pero ya desde los 5 años tenía conciencia de ser distinta a los chicos, a sus tres hermanos: “Si de algo estaba segura era de que no estaba a la misma altura que ellos…Echaban carreras con sus prototipos y construían cohetes que luego lanzaban con sus compañeros. En clase de manualidades se les permitía utilizar las grandes herramientas que estaban colgadas de la pared o suspendidas del techo. Cuando veíamos en televisión a Carl Sagan, a Spock, al Doctor Who…, nunca se nos ocurría hablar de personajes femeninos como la enfermera Chapel o Mary Ann”.

Mi laboratorio, mi hogar

Y, sin embargo, “la única certeza en mi vida era que tendría mi propio laboratorio porque mi padre tenía uno”.

“Yo me pasé la infancia en el laboratorio de mi padre, jugando debajo de las mesas hasta que alcancé la altura suficiente para jugar sobre ellas…podía jugar con el material del laboratorio cada vez que lo acompañaba a su trabajo, porque él nunca decía que no cuando le pedía permiso para sacar todas aquellas cosas [imanes, alambres, cristales y metales, papel tornasol para medir el pH…]”.

Su padre era profesor de física y ciencias de la tierra en una escuela de formación superior en Austin. “Revisábamos juntos el equipo del laboratorio y arreglábamos todo lo que se hubiese roto; mi padre me enseño a desmontar cosas y a estudiar cómo funcionaban…Mi laboratorio [hoy] es el lugar en el que puedo seguir siendo la niña que todavía soy”.

¡Chúpate esa, universo!

“Un verdadero científico desarrolla sus propios experimentos, generando conocimientos completamente nuevos”.

Ese es su caso. Desarrolla su tesis doctoral sobre el almez americano, concretamente sus frutos (sus bayas, sus semillas), duros como una piedra…porque contienen ópalo, un mineraloide silíceo. Eso es lo que descubre, su primer descubrimiento científico: La formación de biominerales en las plantas.

Bill, un amigo de verdad

 A lo largo de todos estos años (desde 1994 hasta la actualidad), ha contado con la ayuda inestimable de Bill, compañero de laboratorios y de proyectos.


El primer laboratorio (Jahren Lab) propio “no era más que una habitación desprovista de ventanas, que no medía más de 55 metros cuadrados”, en el Instituto Tecnológico de Georgia, donde da clases de Geobiología terrestre en 1996.

Juntos se han turnado para seguir los experimentos día y noche, se han apoyado y han sufrido por las dificultades de financiación.

Gran comunicadora de la ciencia y activista

En una ocasión animó a las niñas a tuitear fotos de sus manos mientras llevaban a cabo experimentos científicos. La idea era concienciar sobre la cuestión científica a la vez que sobre las mujeres trabajando en ciencia.

En el epílogo del libro, nos anima a tod@s a plantar un árbol, uno fuerte y duro -más que un frutal que puede partirse fácilmente con el viento. “Aquí va una petición personal que te hago…”.


En el prólogo, ha hecho una aseveración: “Por lo general, todos vivimos rodeados de plantas, pero en realidad no las vemos”. Y nos da una cifra escalofriante: “Cada diez años, cortamos el 1% de la totalidad de nuestros árboles sin volver a repoblarlos, lo cual representa el equivalente a la superficie de Francia. De manera que, década tras década, se ha ido borrando de la Tierra una Francia detrás de otra”… 

SABER MÁS

https://hopejahrensurecanwrite.com. Su blog, desde 2013.

https://twitter.com/hopejahren?lang=es. En tuiter, desde 2011. @HopeJahren.

http://jahrenlab.com. El laboratorio de Hope Jahren, en Oslo. 

UNA NOVELA


La evolución de Calpurnia Tate, de Jacqueline Kelly. Se ha editado como novela juvenil, pero es un placer leerla a cualquier edad. En ella se habla de las niñas y la ciencia y de ser investigadora de campo.

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